Huimos del dolor a través de la acción
Lo que aprendí en los cursos Vipassana
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(Un curso de Meditación Vipassana consiste en 10 días de silencio y meditación.)
Para mí, lo más duro del primer curso Vipassana fue el dolor físico.
(Es muy importante ese «para mí» porque otra de las cosas que he aprendido allí ha sido que cada uno obtiene lo que necesita; al estar sin hablar y sin influencias externas, es uno mismo el que elige en lo que necesita fijarse.)
Las meditaciones (unas 10 al día) duran una hora y hay descansos entre medias, en los que se aprovecha para estirar las piernas, las caderas, la espalda… Cuando suena el gong y te vuelves a sentar, los primeros 30 minutos se pasan casi sin sentirlos, los 15 siguientes se hacen bastante cuesta arriba y los últimos 15 son una tortura.
(Así era entonces, la primera vez que fui a un curso, ahora entre el Cojín Comfort y la experiencia de muchas horas, se ha vuelto más un tema de paciencia mental, aunque a veces es igual de dolorosa que la paciencia física.)
En esas primeras meditaciones, a mí y me consta que a muchos otros, nos pasaba así: 30 minutos fáciles, 15 regulares y 15 lacerantes: hormigueo, calambres en las piernas, en la espalda, en los hombros… Las instrucciones eran fáciles: observar el dolor, pero a veces era tan omnipresente que uno tenía ganas de chillar, y al final te movías aún sabiendo que tu mente te la había jugado otra vez porque al pie no le iba a pasar nada por aguantar el hormigueo siete minutos más…
Esa era mi relación con el dolor en esas meditaciones, no en todas porque cada una es un mundo, pero sí era un patrón: 30 minutos, bien, 15 siguientes, molestias, últimos 15, dolor intenso.
Y uno de los días, harta ya de padecer, me di «permiso» a mí misma para la «acción»:
Cuando terminara el curso tenía que hacer la presentación de un tema de trabajo y decidí «ensayar» en una de las meditaciones; me senté en posición de meditar y en seguida me imaginé entrando en la sala de reuniones y comencé a hacer (mentalmente) mi presentación con todo lujo de detalles, palabra por palabra, pensaba en las posibles reacciones de mis interlocutores y en las respuestas que les daría, en los gestos de cada uno, en las transparencias que pensaba utilizar… Cuando sonó el final de la meditación fue como si me hubieran dado con un martillo en la cabeza de la sorpresa. Había terminado. No me había dolido en absoluto, ni un pinchazo, ni un hormigueo… Nada. Anestesia total, eso era la acción.
En otras ocasiones lo había intuido, incluso había hablado con alguna persona sobre como el ser humano corre de un lado para otro, lleno de actividad, como un hamster en una jaula, pero la experimentación del hecho en el cuerpo, con esa certeza que da lo físico, me hacía imposible escapar de mí misma o tergiversar ese aprendizaje:
Y la siguiente pregunta parecía inevitable: si no huimos del dolor a través de la acción, ¿qué podemos hacer con él?
La respuesta la estaba practicando en el momento de surgir la pregunta: observarlo.
Y eso trato de hacer ahora, observar el dolor cuando está presente. Aunque todavía en muchas ocasiones salgo corriendo…